¡Qué lástima, señora, qué lástima indecible!
Qué oportunidad más reñida
con la noble simpleza de mujeres
que aspiran a templarse en los inviernos,
con coraje impregnado en las arterias.
Ayer la vi
con toda su soberbia al hombro,
diminuta y enferma, recelosa
ante un tribunal que ya dictó sentencia.
Desesperada y terca como un recuerdo triste,
la vi levantar el dedo acusador, creyendo
que a nadie debe cuentas su atropello.
Usted, señora,
sin coartada y sin reparos,
allanada hasta en las fauces del averno,
con joyitas altivas y culpables
de una esencia feroz sobre la mesa,
avanzaba como una equilibrista,
sojuzgando el silencio
de quienes se arrepienten de las farsas
al ver que se derrumba el edificio.
Indecente, ladina, abominable,
andaba calumniando y desmintiendo,
con esa honestidad irreverente,
del que sabe que todo está perdido,
que no vuelve el ayer, ni habrá mañana,
ni asientos amainados y vacíos,
que cada condición ha sido inútil
porque cayó en desgracia,
por fin,
su viejo imperio.
Lu